Me desperté con una amplia sonrisa, una sonrisa de oreja a oreja. No era para menos. Acababa de soñar que por fin se había logrado crear una vacuna efectiva y segura contra el coronavirus, y que se iba a distribuir por todo el mundo de manera justa.
Los gobiernos de todo el mundo habían conseguido mantener al fin el control sobre la segunda ola de la pandemia, a base de escuchar a los expertos y seguir sus recomendaciones y consejos, comprendiendo por fin que no hay economía que sobreviva sin salud y sin vida.
En la gran mayoría de los países, España incluida, la lucha política partidista se había dejado por fin a un lado, y todos los partidos políticos se habían puesto de acuerdo en dialogar, debatir y acordar planes y propuestas para combatir la pandemia. No había lugar para las descalificaciones personales ni para los insultos: el civismo, el respeto y la buena educación habían ganado la partida por una vez. Y como consecuencia de todo esto, había mejorado de manera considerable la opinión de la sociedad sobre los políticos.
En España, en los debates parlamentarios sobre la Covid, la oposición se dedicaba a hablar y debatir sobre la Covid y la gestión gubernamental de la pandemia, sin hacer mención de Nicolás Maduro, la ETA, el comunismo o Stalin. Gobierno y oposición, con sus coincidencias y sus desacuerdos, trabajaban juntos para superar las consecuencias de la crisis sanitaria y económica y dar respuesta a los problemas de la gente.
En Estados Unidos, el expresidente Donald Trump estaba siendo investigado por un delito de negligencia criminal, por su nefasta gestión de la pandemia que había llevado a la muerte a cientos de miles de estadounidenses. Sus declaraciones de que la Covid era poco más que una gripe, su insistencia de que todo estaba bajo control, aun cuando los hechos demostraban lo contrario, y sus recomendaciones de beber lejía para combatir el coronavirus se mostraban una y otra vez en los telediarios de aquel país.
Pero quizás lo más importante de todo aquello es que el mundo había cambiado a mejor: la mayoría de la gente se había dado cuenta, después de toda la tragedia y el dolor del último año y medio, de que las cosas más importantes de esta vida no se pueden comprar con dinero: el afecto, el cariño, los besos y abrazos, la proximidad de los seres queridos, la vida en familia y en sociedad… Las posesiones materiales, el consumismo desenfrenado, la prisa y ansiedad continuas habían pasado a mejor vida. Ahora, eran las cosas pequeñas, los detalles diarios, los que estaban llenos de importancia y de valor.