Los sofistas eran los maestros atenienses, personas de reconocido prestigio que— allá por el siglo VI a. de C.— se dedicaban a enseñar a los más jóvenes, cobrando por ello una determinada cantidad. Su programa preferido era la retórica, una retórica complicada e ingeniosa con la que lograban defender la verdad y la bondad de lo que a cada alumno le interesara; porque en el fondo pensaban que la verdad y la bondad eran relativas y dependían de las conveniencias personales.
En el fondo pensaban que la verdad y la bondad eran relativas y dependían de las conveniencias personales
Pero enseguida irrumpió Sócrates en el panorama de Atenas y se puso a enseñar lo contrario, no en un colegio particular ni cobrando por ello, sino charlando libremente en la plaza con quien quisiera escucharle, generalmente los más jóvenes. Y empezó a defender que la verdad, el bien, la virtud y la justicia, entre otras cuestiones morales, tenían una esencia fija e inmutable, con independencia de lo que a cada uno conviniera.
Naturalmente que tales ideas le crearon un ambiente adverso, hasta el punto de que fue condenado a muerte, en un simulacro de juicio, como cuenta su discípulo Platón en el libro “La apología de Sócrates”, texto que recomiendo a quienes les atraiga este asunto, no difícil de encontrar porque está archipublicado en numerosas editoriales.
Pero Sócrates no sabía las definiciones de las citadas virtudes, porque decía que eso era imposible para una sola persona. Solo las podríamos descubrir entre todos, en un diálogo prolongado y sincero, prescindiendo de los intereses de cada uno, y dejándose guiar por la luz de la fría razón, desinteresada y objetiva, aunque contradijese las preferencias de los contertulios. Cuando esto empezó a ser admitido, la palabra sofista comenzó a variar su significado, y terminó designando a las personas que tratan de embaucar a los demás con su verborrea para conseguir su propio beneficio.
Yo creo que en estos momentos es necesario volver con sinceridad al camino que marcó Sócrates, porque no sé si hoy— en ese diálogo en que consiste la democracia— predominan más los intereses particulares de cada grupo que el descubrir por fin lo esencial de esos valores que deben presidir la vida pública. No sé qué opinarán los participantes en el foro político, pero sí sabemos lo que opina el gran público: las encuestas demuestran la escasa confianza de la mayoría de los votantes en sus líderes parlamentarios, que cambian sus discursos en función de sus intereses, como si fuesen unos vulgares sofistas.
Alfonso Verdoy