En mis tiempos de chico, eso de salir al balcón suponía enterarse de lo que sucedía en nuestro ámbito, tan pequeño, que contenía muy pocas cosas que contar. Se veía quienes pasaban, qué vestimenta llevaban, y si habían comprado algo, además de sostener jugosas charlas de balcón a balcón, o de balcón a la calle, con aquella vecina o vecino que nos daba las últimas noticias de nuestro pueblo. También se podía comprobar si pasaba el carro de la basura, el afilador, el estañador, el peletero, un grupo de húngaros con mono danzante al son de panderetas o si el pregonero anunciaba algo del Ayuntamiento. De ese modo, la gente se hacía cargo de lo que realmente ocurría.
Ahora ya nadie sale a los balcones para ver qué pasa; a lo sumo, a la mañana se abren las galerías para ventilar la casa y sacudir las alfombras, pero se cierran enseguida. Y es que, para conocer el ahora, no hace falta asomarse al exterior, porque hoy tenemos otros balcones, yo diría que demasiados. Y tras ellos se divisan muchos sucesos, yo creo que también demasiados, porque el ser humano tiene unas capacidades que no se pueden superar, no solo físicas, como queda claro en los deportes, donde los récords de cualquier especialidad señalan nuestros límites físicos, sino también psíquicas.
«Hoy solemos ignorar lo más cercano de tanto mirar
a lo que está más lejos»
Nuestra conciencia está siempre asomada a ese espacio, cercano o lejano según los casos, incardinado en el momento del ahora, entendiendo por ahora no ya el instante, sino ese periodo en el que el conocimiento se hace cargo con facilidad de lo acaecido, aunque haya durado un tiempo, pero cuando pretendemos que en él quepan noticias y más noticias, mensajes y más mensajes de aquí y de allá, nos sucede como en las comidas copiosas, que nos sientan mal porque no hemos podido digerirlas.
Esos múltiples balcones que son las pantallas son positivos, por supuesto, pero tienen un riesgo, pues nos dan tantos datos que nos empachan y estresan, además de hacernos perder a veces la conciencia de lo que pasa en nuestra familia, nuestra comunidad o nuestro pueblo, que son nuestra verdadera realidad. Hoy solemos ignorar lo más cercano de tanto mirar a lo lejos, y aún con esto hemos formado una descomunal ensalada que no somos capaces de asimilar por tener demasiados condimentos. Esos balcones virtuales son sofisticados productos de la técnica, y la machacona publicidad nos tienta para que los compremos, pero lo cierto es que nos han creado una adición que nos va devorando, a la vez que nos aleja de nuestro verdadero presente.