El individuo era un devoto de Darwin. Sí, de Charles Robert Darwin, el naturalista inglés que estudió la evolución biológica de las especies a través de la selección natural, justificándola en su obra El origen de las especies, con numerosos ejemplos extraídos de la observación de la naturaleza.
Basándose es el modelo de observación darwiniano y contrastando sus propias observaciones, el individuo llegó a la sabia conclusión de que buena parte de la especie humana iba evolucionando hacia la más absoluta imbecilidad.
Mientras que, gracias a la selección natural, el resto de las especies animales habían mejorado, en el caso humano la tendencia era justamente la contraria. Cabía suponer que la autodenominada especie homo sapiens, haciendo honor a su nomenclatura, habría tomado el camino de la Sabiduría y que, en consecuencia, los individuos de la misma serían cada vez más sabios. Entiéndase, tal como rezan diccionarios y enciclopedias que “La sabiduría es un carácter que se desarrolla con la aplicación de la inteligencia en la experiencia propia, obteniendo conclusiones que nos dan un mayor entendimiento, que a su vez nos capacitan para reflexionar, sacando conclusiones que nos dan discernimiento de la verdad, lo bueno y lo malo”.
Estaba claro que esa inteligencia no tenía nada que ver con el azar sino con la reflexión para discernir lo bueno y lo malo. Pero el individuo observó que grupúsculos diseminados por el ancho mundo evolucionaban en función del azar y no de la reflexión. Grupúsculos de todo el mundo que convinieron que eran “seres superiores” por el azar de haber nacido en un territorio concreto, y que las circunstancias azarosas les habían dotado de una lengua diferente, un poder adquisitivo superior y una “supuesta” genética diferente, por encima del resto de su especie. Y decidieron que esas azarosas circunstancias debían prevalecer sobre la esencia que dictaba la Sabiduría. Renunciaron, así, a la Sabiduría universal. Y es que el camino hacia la Sabiduría era duro y, además, estaba al alcance de quien quisiera buscarla, perteneciera al grupo que perteneciera, por encima de sus diferencias sociales, nacionales, étnicas, idiomáticas, etc, etc. Por el contrario, el camino que marcaba las circunstanciales diferencias era expedito y facilísimo de transitar, pues bastaba con que te dijesen que pertenecías a un grupo especial, debido a las citadas diferencias, para que te sintieses no sólo afortunado sino muy superior al resto de sapiens mortales.
Este fue el comienzo de la autodestrucción de la humanidad. Estos grupúsculos más ricos, económicamente hablando, construyeron armas cada vez más sofisticadas con las que destruyeron a quienes pregonaban la igualdad y la solidaridad entre individuos y sociedades. Pero, al final, y debido a su supina estupidez, acabaron autodestruyéndose,
El individuo devoto de Darwin fue de los pocos que sobrevivió. Ahora está, con los otros supervivientes, en las mismas cavernas, con las mismas necesidades, con el mismo ADN, con los mismos instintos que los antiguos australopitecus, para empezar un nuevo camino hacia la verdadera Sabiduría. “A ver si está vez sale todo bien”, pensó.