Cada palabra tiene un significado concreto, limitado y finito. Y esto tiene un lado sorprendente, porque aunque cada palabra sea finita, el número de palabras que se pueden formar es infinito, y más sorprendente es todavía que esas palabras, infinitas en número, se puedan formar a partir de las veinticinco letras del alfabeto. En consecuencia, no es exagerado decir que el infinito surge a partir de lo finito.
O sea que todo vocablo, pese a su significación concreta y finita, está rodeado por la infinitud, tiene potencialmente infinitos compañeros, y caben infinitas combinaciones de ese pequeño almacén de letras que es el abecedario.
Pero todo término finito señala todavía otro ámbito distinto, también de carácter infinito. Me refiero a lo que cada palabra sugiere, a lo que borbotea junto a su significado inicial. Cada palabra es una, pero abre el portón de una plenitud de la que apenas somos conscientes. Cualquier expresión, por ejemplo la de “buenos días”, induce a un sinnúmero de otras expresiones que no tienen fin. Porque podemos empezar a cuestionarnos el por qué de esa frase, la intención que pueda tener, si responde o no a un deseo sincero, si no es más que un protocolario modo de saludar, si es que eso de saludar nos es necesario o si no lo es, y si es necesario a qué se debe esta necesidad, etc., etc. Son inacabables las consideraciones que se pueden hacer.
No terminaríamos nunca una tertulia porque nos arrastra ese halo de infinitud que late en cada locución
Todos sabemos que cuando estamos entre amigos y la conversación fluye por derroteros casi siempre inesperados, no terminaríamos nunca la tertulia, se nos pasa el tiempo volando, porque cada término despierta en cada contertulio palabras relacionadas, distintas y dispares que brotan al instante y reconducen el coloquio en direcciones inagotables, de tal manera que la charla podría ser interminable. Y es que nos arrastra ese halo de infinitud que late en cada locución. Así que hablar no es solo decir algo, sino descubrir el misterio de la infinitud que por todas partes nos cerca.
El habla encierra una verdad superior a la finitud que aparentemente nos compone. Nos sentimos limitados y resulta que tenemos el poder de horadar el ámbito de lo infinito a diario, tanto con las palabras como con los números, pues al fin y al cabo los conceptos matemáticos son también palabras. Y esto es así porque hablar es activar la infinitud del espíritu que nos mantiene, aunque no lo percibamos por los sentidos, pero que asoma todos los días, cada vez que decimos, cantamos o pensamos lo que sea.