El individuo estaba maravillosamente feliz. Había empezado el maravilloso tiempo de las elecciones. Ese maravilloso tiempo en el que los líderes de los partidos políticos, jaleados por sus correspondientes y fidelísimos rebaños, nos prometen el oro y el moro. Bueno, el moro, no todos.
Lo que hace que este tiempo sea tan maravilloso es lo maravilloso de las promesas. El individuo escucharía durante este tiempo que cualquier líder, si salía elegido, arreglaría todo en un plisplás: bajaría el paro, subiría los salarios, y recaudaría mucho más para conseguir la mejor sanidad, la más guay educación y las más impensables infraestructuras. Lo dicho: una rutilante maravilla, aunque ajena a las Matemáticas.
La pena era que sólo poseía un voto, con lo cual sólo podía votar a un maravilloso líder, pero no podía votar a los otros maravillosos candidatos prometedores de la más maravillosa maravillosidad. Una pena, sí, se lamentaba a solas.
Lo mejor de todo era que ninguno de los líderes explicaría cómo iba a conseguir esa miraculosa maravilla. Entendía el individuo que era para no dar pistas a sus más enconados enemigos. Porque, todo hay que decirlo, los que antes eran rivales, competidores, incluso hasta colegas, ahora eran enemigos de los de verdad y, por eso, habían conseguido elevar el insulto a la categoría de arte. Y es que el insulto enfervoriza al rebaño, mientras que la dialéctica sosegada aburre y sólo da la razón a quien la tiene.
De modo que, durante este tiempo de precampaña y campaña, insisto, el individuo se sentía maravillosamente ilusionado y hasta, cuando iba por la calle, sentía amagos de levitación, debido a esa levedad que le brindaba el maravilloso futuro que le auguraban.
Sí, también sabía que la realidad volvería al día siguiente de las votaciones. Daba por sabido que todos habrían ganado. Y tenía razón, porque muchos de esos líderes habrían encontrado una buena manera de vivir, podrían colocar a unos cuantos de los suyos y, más tarde, harían caja con unas comisiones de aquí, unas extorsiones de allá y unas engrasadísimas y maravillosas puertas giratorias al final del periplo.
Reconocía que todo iría a peor, sin duda, porque, entre la inutilidad de los electos (a decir de los no electos) y las zancadillas de los no electos (a decir de los electos), el NO a cualquier propuesta se impondría como razonamiento, entre los insultos de rigor. Reconocía que esa era la tónica de la democracia actual. Pura perversión. Sabía, por ejemplo, que el Estado jamás recuperaría el dinero prestado a los bancos y que los ladrones y sus testaferros no devolverían lo robado. Cosas del Capital.
Tuvo el individuo, por ello, un leve amago de tristeza pero, enseguida se rehízo. Había que vivir con alegría los maravillosos momentos de las promesas electorales. Para mayor suerte, había dos elecciones en poco tiempo.
Eso sí, el individuo, para que nada ni nadie le privase de esa maravillosa felicidad que se promete en el tiempo previo a las elecciones, se unió al movimiento en el que, por medio de las redes sociales, solicitaba que no le enviasen a casa propaganda electoral ni sobres para las votaciones. Él sabía de sobras cuál era el mejor líder. Porque siempre hay algún líder honesto. Pero también sabía que hasta el líder más honesto acaba siendo una marioneta del Capital. Otra maravilla más.