Escribí hace un par de semanas sobre los valores, un artículo donde se decía que actuar o no de acuerdo con ellos no se deriva de que los conozcamos, sino de que los sintamos. El sentimiento, y no el conocimiento, es el verdadero germen de su práctica; al asumirlos y ejercerlos se transforma la vida personal y también, lo cual es verdaderamente importante, la vida comunitaria.
Una comunidad que cumple con la axiología, no necesita de normas y leyes sobre su conducta, porque su comportamiento será bueno, positivo y pacífico. Y es que la paz no se basa tanto en pactos políticos, a los que se suele llegar tras un rosario continuo de discusiones, en un tira y afloja, más parecido al regateo en un mercado que a un verdadero interés por la paz, sino sobre todo en esa buena voluntad hacia los demás, en una comprensión de su situación y sus necesidades.
Pero no es sólo la comunidad la que resulta transformada, sino también cada una de las personas. Los estudiosos de este asunto afirman que los hábitos regidos por los valores constituyen nuestra subjetividad, lo cual significa que sólo somos auténticos cuando actuamos con criterios de valor, que ocupan el centro de nuestro ser y desde ahí brotan uno tras otro nuestros actos, siguiendo un estilo constante y sin contradicciones.
Sin ese centro motor, actuamos, somos conscientes de lo que hacemos, y hasta puede que lo que hagamos sea útil para nuestra economía, pero no actuamos desde adentro sino desde afuera, porque es afuera donde se decide nuestra manera de ser. Son las circunstancias las que nos hipnotizan, y casi nos obligan a una determinada conducta, generalmente con bastante desorden y consecuencias no siempre pacíficas. Y es que nos falta ese centro, el más auténtico precisamente, el centro de los valores.