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Limpieza, por Pepe Alfaro

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La Vida nos va llenando de quistes perniciosos y de basuras de toda tipología que se adhieren a los cuerpos y nos ensucian el alma, convirtiéndonos en estercoleros ambulantes que cada vez precisamos de más inmundicia para sobrevivir.

Por eso, de vez en cuando, conviene que nos detengamos y que nos miremos hacia dentro de nosotros mismos para proceder a una limpieza total. Una necesaria catarsis, sobre todo del alma, para purificarnos de tanta sinrazón dogmática que hemos ido acumulando, por desidia y por pereza. pararnos a pensar, despojándonos de estos condicionantes, por haber dejado atrás el pensamiento crítico y sereno, siempre necesario.

Nos hemos ido afiliando a unas siglas, a unos partidos, a unos colores, a unos equipos y a unos noticiarios, siempre a los mismos, así sin más, porque nos ofrecen cómodamente y en bandeja todos los resultados a nuestros posibles planteamientos, convirtiéndonos en seres aborregados, incapaces de dudar y de decidir con criterios personales y libres.
De la misma manera que conocemos remedios para purificar los cuerpos, a base de ayunos, dietas, fármacos, balnearios y diversos ejercicios, desconocemos, o no nos interesa conocer, otro tipo de ejercicios con los que purificar nuestras mentes. En consecuencia, nos dejamos arrastrar por unas rutinas perversas y no hacemos otra cosa que santificar a quienes mueven los hilos de nuestra inconsciencia en su propio beneficio.
De ahí que estén proscritos los debates serenos, en los que la razón y el sosiego se impongan al insulto desaforado. Y, aunque no se llegue a acuerdos en ciertos aspectos, a buen seguro existirán otros en los que el sentido común prevalezca sobre otros intereses espurios, y la inteligencia recupere el principal valor ético que se supone que posee nuestra especie, autodenominada sapiens.

Porque la verdadera Sabiduría consiste más en escuchar que en vociferar, más en tratar de buscar el sinuoso camino de la verdad que en creer los bulos torrenciales con que nos bombardean las redes sociales, más en saber perder algunos de nuestros posicionamientos que imponerlos porque sí.

Los himnos, las banderas, las pieles, las lenguas y los errehaches no dejan de ser circunstancias que se deben respetar, pero jamás deben imponerse como razón suprema de nuestras conductas.

Aunque, tal como está la cosa, cualquier llamamiento a los indudables beneficios del consenso, no sea otra cosa que predicar en el desierto.