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Decía Kant, ese filósofo tan citado de principios del siglo XIX, que el hombre no puede conocer nunca la realidad tal como es, porque nuestros sentidos y el entendimiento la manipulan y la muestran a la razón totalmente trasformada. Como ejemplo valdría que nuestra sangre tampoco se entera- es un decir- de lo que realmente comemos: melocotones, huevos, leche, pan etc., pues lo que ella recibe tras hacer la digestión son proteínas, grasas e hidratos de carbono. Creerá que eso es lo que existe en las afueras, pero evidentemente se equivoca, como también nos equivocamos nosotros respecto a lo que hay en nuestro mundo, según la afirmación kantiana.
Sea como fuere, esta teoría la podemos parangonar con los efectos de la publicidad, que manipula los objetos que ofrece y nos hacemos de ellos una imagen que no se corresponde con la realidad. Para que así fuese, tendría que limitarse a lo que rezan los respectivos prospectos: citar las calorías de un alimento, sus componentes y sus efectos. Respecto a los demás artículos, bastaría con el análisis detallado que figura en su envoltorio. Claro que de ese modo los anuncios aburrirían y no tendrían seguidores. Por eso los fabricantes, deseosos de que oigamos hablar de sus productos, cuentan historias, pequeños cuentos con final feliz, demasiado feliz.
Y ahí está la primera trampa, la exageración de las bondades de un objeto determinado. Y ya, puestos en el burro cien palos, como reza el refrán, al que se acogen los publicistas. Si vale la exageración-figura retórica conocida como hipérbole-valdrán también las demás figuras; por eso cargan la suerte con la metáfora- que embellece e idealiza lo anunciado- y la personalización o prosopopeya, que concede caracteres humanos beneficiosos y positivos a máquinas, alimentos, animales, medicinas y cualquier utensilio. Con estas tres figuras hacen una transformación tal de las mercancías que se nos presentan como necesarias para conseguir la felicidad.
Claro que no lo creemos, pero nuestro inconsciente nos lanza desaforados a comprarlas, pues lo tomamos como una lotería. “¿y si resulta que es verdad?”, nos decimos de modo ambiguo, sumidos en una duda confusa que permanece latente dentro de nosotros. Nos torpedean montones de anuncios que nos impiden saber de veras cómo son las cosas y si realmente las necesitamos. Por ello, si somos capaces de ignorar la trituradora publicitaria podremos hacernos una idea cabal del mundo que nos rodea y actuar en consecuencia.