He adornado mi casa para la Navidad. Cada año, en el puente de la Inmaculada. Entre la sobria decoración, un Misterio que heredé de mis abuelos, unas magníficas figuras de Olot de principios del siglo pasado y que duran toda una eternidad. Verlo durante las navidades o, mejor dicho, contemplarlo durante estas semanas, me reconcilia interiormente. Me ayuda a revivir momentos pasados y traer a la memoria del corazón a quienes con tanto cariño lo cuidaron, lo veneraron y nos lo entregaron como la mejor de sus herencias. Es asombroso como el mero olor de las cajas en las que guardo las figuras puede desencadenar tantos sentimientos.
Además, un puñado de velas por algunos rincones y, en cuanto pueda, un par de flores de Pascua. Y fin de la cita. Aún me queda algo de lucidez para saber qué celebramos y no confundirlo con la orgía del desfase en la que hemos convertido estas fiestas. Aunque, lo reconozco, sucumbo como el común de los mortales.
En estos días la televisión nos volverá a mostrar al tío en gayumbos que, imperturbable, saltará desde el acantilado mientras la bella damisela espera nuevamente en la barquita esperando una fusión perfecta. Nos siguen invitando a comprar lotería, porque daría mucha rabia que le tocase al vecino y las maratones solidarias nos presentarán nobles causas solidarias sobre las que, durante el resto del año, sobrevolará un sombrío olvido. Los nuevos profetas del siglo XXI nos recordarán que debemos ser buena gente, y hasta quizás nos ablanden el corazón por unos días, pero pasadas las Navidades volveremos a esta especie de nueva pandemia en la que vivimos: la del enfurruñamiento diario, la insatisfacción permanente y exasperación incesante.
Los tradicionales villancicos, con esas letrillas adaptadas en muchos de nuestros pueblos y que hacen referencia a personajes locales, se han sustituido por pegadizas melodías yankis y ya resulta muy raro recibir una felicitación con un motivo que haga referencia a lo que realmente se celebra. Vivimos una navidad “New age”. Como dice De Prada, “hemos convertido la Navidad en una trágica búsqueda de analgésicos”.
Lo de la competición intermunicipal para ver quien tiene la manguera (de luces LEDs) más grande es ya de otro nivel. Y digno de estudio, sin duda. Llegas a una rotonda y te cuesta adivinar si es un reno, un rey mago o una exaltación de alguna figura antropomorfa.
Brilli-brilli de exageración por todos los lados. Nos han robado la Navidad delante de nuestras narices y lo hemos consentido.
Por supuesto que cada uno debe y puede vivir las Navidades como mejor le venga en gana, ¡solo faltaba! Pero ahora que tan de moda están los “bulos”, esta Navidad que nos hacen vivir es un bulo más. Pero insisto, que cada uno la viva como le de la real gana, como pueda o como le dejen.
Yo seguiré reclamando, si se me permite, la Navidad de los villancicos en familia, la eternas e hipercalóricas sobremesas con mi familia en las que, mientras hablas, ríes y cantas con los tuyos, cae al buche lo primero que pillas. Seguiré reclamando la Navidad de la Misa del Gallo, de la Novenica del niño Jesús y de los cánticos populares ante el Belén Municipal.
Yo seguiré reclamando la navidad de los románticos, los poetas, los soñadores, los forjadores de ilusiones y los profetas de la bondad porque, llamadme iluso, creo que los hay.
Por supuesto que, a pesar de ser un cincuentón irredento, seguiré esperando a los Magos de las lejanas tierras de Oriente, aunque no haya un regalo por desenvolver. El regalo, el mayor regalo, es poder abrir los ojos cada día y dar las gracias por la vida que alguien nos ha regalado.
Si me lo permiten ustedes, les deseo Feliz Navidad. La mía, o la de usted. Pero que sea feliz.
Miguel Aguirre Yanguas