Quiero empezar primero señalando las indudables ventajas del teléfono móvil, sobre todo en lo que respecta a navegar por internet, porque así podemos resolver muchas dudas, encontrar datos, comprobar direcciones, dar con algo que necesitamos como puede ser un hotel, un restaurante, un viaje, unas entradas para un espectáculo, etc., sin olvidar el que podamos visualizar noticias, chistes, y cosas parecidas.
Hasta aquí todo perfecto, pero ya no es lo mismo en lo que se refiere a la comunicación con las personas. Está claro que este aparato nos soluciona muchos problemas, pequeños o grandes, y nos proporciona una rapidez que evita males mayores. Pero la costumbre de servirnos de él y la comodidad que nos supone puede impulsarnos a utilizarlo en demasía, a no movernos de casa para nada, resolviendo todos nuestros contactos, o la mayoría de ellos, a través de los consabidos whatsaps. Lanzamos uno tras otro, recibimos también uno tras otro, y nos quedamos con una sensación de tranquilidad y a la vez de poderío: desde nuestro sillón hemos contactado con un buen número de personas y hemos conseguido cosas que, de haberlas hecho trasladándonos de un sitio a otro, nos hubieran costado varias horas. ¡Qué éxito!
“Somos videntes pero también visibles, necesitamos ver pero también que nos vean para sentirnos plenamente”
Y ahí empiezan las des(ventajas), ahí es donde predomina el prefijo “des” sobre el sustantivo “ventajas”, porque al reducir la mayor parte de nuestras comunicaciones a esos mensajes, nos vamos encerrando en la soledad. Y es que en la verdadera comunicación necesitamos la presencia y la mirada del otro, sus gestos, las alteraciones de su voz; porque no solo somos individuos aislados sino también sociables; precisamos la presencia física de los demás, porque somos videntes pero también visibles, tenemos necesidad de ver pero también de que nos vean para experimentarnos plenamente.
El móvil, en estos casos, es un contacto virtual, falso en definitiva, porque no nos hace presente al otro ni nos presenta ante él; es un quiero y no puedo, una frustración inconsciente, una costumbre que nos hace solitarios y nos va deshumanizando lentamente, o al menos no nos regala ese sabor vivaz que experimentamos cuando estamos en un grupo de amigos o de familiares. Ahí sí que se cumple todo nuestro ser, ahí es donde vemos y somos vistos, ahí es donde se nos traspasan por una ósmosis milagrosa los sentimientos de los demás y donde sentimos que los nuestros se contagian a quienes nos acompañan; en definitiva, ahí es donde nos sentimos vivos de verdad.