El individuo escuchó la frase del líder, “desobedecer es un derecho”, y no se lo pensó dos veces. Viajó a ese País cuyo líder defendía algo que él había defendido siempre. Se congratuló de hallar -¡por fin!- un líder que tenía claro el tema de la desobediencia, lo que había sido el principal lema de vida, que le dictaba su postura ante la idiotizada sociedad.
Al fin y al cabo, el individuo era un antisistema puro, que se salió de una Organización antisistema, porque dicha Organización pretendía que todos sus miembros obedeciesen las normas establecidas para su funcionamiento. Y habían decidido, por mayoría, participar en las próximas elecciones, lo que suponía entrar a formar parte del sistema, siendo antisistemas. Aquello era una manifiesta falta de coherencia, algo que es lo único que no puede faltar jamás en cualquier organización, sea sistémica o antisistémica.
Se empadronó en el País del líder y se confeccionó ropa utilizando exclusivamente, como retal, su bandera. Luego apalancó una vivienda deshabitada y robó diversos coches para circular por la capital, aparcando en lugares prohibidos. Robaba comida en tiendas y supermercados, y hacía “sinpas” en lujosos restaurantes. La policía territorial lo detuvo en varias ocasiones, pero bastó que repitiese las sagradas palabras del líder, “desobedecer es un derecho”, para que lo soltasen.
Sus actuaciones enseguida llegaron a oídos del honorable líder, que lo recibió en su palacio y le pidió que se afiliase a su partido. Le ofreció, por este orden, un generoso estipendio vitalicio, una vivienda legal, coche oficial, guardaespaldas y demás prebendas, con tal de que mantuviese aquella original indumentaria, que llegó a marcar tendencia. Pero, como para el coherente individuo aquello suponía entrar de lleno en el sistema, desestimó el ofrecimiento y, para ser todavía más coherente, prescindió de sus tan loadas vestimentas y pasó a ir medio desnudo por la ciudad.
«Una vez liberados, la obediencia ciega será uno de los pilares
de nuestra nueva Constitución”
Esto no fue soportado por la autoridad competente y lo enchironaron. Le ofrecieron la libertad a cambio de que abandonase el País y se fuese a residir a un lugar lejano, con especial preferencia en paraísos fiscales (islas Seychelles y Caimán, Andorra y otros) donde el aparato poseía unas cuantas viviendas para los adictos al régimen.
Nuevamente se negó. Y, como no había manera de quitárselo de en medio, pues su presencia empezaba a ser molesta, el líder fue a hablar con él personalmente a la cárcel. Y, ahí, aquel individuo escuchó de boca del honorable algo que le llevó de nuevo a la mayor de sus decepciones vitales: “el derecho a la desobediencia será hasta que consigamos independizarnos del Estado opresor. Pero una vez liberados, la obediencia ciega será uno de los pilares de nuestra nueva Constitución”.
El individuo decidió irse a vivir a un desierto, uno de los pocos lugares que quedaban para estar por siempre lejos de la crónica incoherencia de la politizada especie humana.