Son muchas las veces en las que, cuando se anuncia en la tele una nueva película, se nos muestran escenas con unos efectos especiales increíbles y casi terroríficos: explosiones, monstruos imaginarios, accidentes de coches y de aviones, disparos múltiples y saltos imposibles, sin olvidar el atisbo de alguna escena erótica. De ese modo el film busca un éxito de taquilla que suele conseguir, porque los productores nos han acostumbrado tanto a la superabundancia de este tipo de efectos, que los espectadores hemos llegado a creer que la estética del cine reside en ellos. Pero lo cierto es que, sin quitar valor a esos tecnicismos virtuales, lo importante no son ellos para que el cine siga siendo un arte, el séptimo según el dicho universalmente aceptado.
Claro que luego vemos esas películas con escenas tan ampulosas, y enseguida se nos olvidan; son una más, pensamos, una como todas, una que nos ha impactado durante cinco minutos, pero que no nos ha dicho nada o casi nada durante hora y media; no nos dejan ninguna huella, ningún recuerdo que saborear, porque en el cine lo que tiene valor es el natural desarrollo de la vida de sus protagonistas, con sus problemas y sus triunfos, hecho con sutileza y agilidad, y matizado estéticamente; lo demás sobra.
«El espectáculo por el espectáculo, el atractivo basado
en lo morboso no es el camino del arte»
Por ello, el espectáculo por el espectáculo, el atractivo basado en lo morboso, no es el camino del arte. Si repasamos los cuadros, las esculturas, las novelas, poemas, sinfonías y películas que nos han emocionado, resulta que en ninguna de estas obras hay tal cúmulo de exageraciones, pero pese a ello las recordamos con agrado y no nos importaría volverlas a ver, cosa que no suele suceder con estos filmes tan explosivos.
Y es que el arte surge de la sincera pasión del artista que conforma el medio en el que se expresa. Tras una película que nos emocionó nos invade una íntima sensación de total agrado que se decanta en un profundo sosiego, una paz interior, como si nos hubiésemos liberado de algo: hemos participado de alguna manera en la historia de los personajes, hemos estado virtualmente junto a ellos y nos hemos salvado o condenado con ellos; eso es la catarsis, la serenidad tras el drama, la redención tras las tensiones, por eso nos encanta el buen cine. Lo afirman los estudiosos del arte y también cada uno de nosotros, pues nos lo atestigua nuestra propia experiencia. Así que el morbo es un camino que enriquece a sus autores, pero que no nos agrada, ni nos salva ni nos libera, cosa que el arte consigue de modo eficaz.