Todos los seres humanos tenemos un modo de pensar que aceptamos porque nos agrada, y por el que intentamos explicarnos la realidad y explicarnos también a nosotros mismos. Tenemos nuestras creencias y nuestras ilusiones, nuestras esperanzas y a veces también nuestras desesperanzas, nuestras tristezas y nuestras alegrías. Pero no es este cúmulo de ideas y sentimientos lo que decide nuestra personalidad, porque lo que realmente determina nuestro ser, lo que con total precisión nos define son las decisiones que tomamos, decisiones que previamente se han cocido en el interior de nuestra mente, en nuestros propios pensamientos, y que luego se manifiestan en el exterior, yendo pues de dentro afuera.
Esas decisiones no tienen que ser precisamente trascendentales ni siquiera importantes, sino que abarcan toda la gama de lo que a nuestra existencia se le ofrece, así que podemos considerar tanto el aceptar o no unas creencias religiosas, adherirnos a un partido político, elegir el camino de las ciencias o las humanidades, y también por supuesto asistir a una feria taurina, cambiar de trabajo, hacer deporte, participar en un campeonato de mus o tumbarnos en la playa. Son todas las decisiones las que nos definen, decisiones que han brotado de lo que habitualmente pensamos, lo que pasa es que hoy existe una clara dicotomía cada vez más marcada en este aspecto, y es que se suele dar que lo que pensamos es una cosa y lo que decidimos viene a ser otra distinta cuando no contrapuesta, que nuestras creencias van en una dirección pero que al final nos entregamos en la dirección contraria, que nuestras ilusiones añoran un determinado objetivo pero que a la hora de la verdad lo sustituimos por otro diferente que, en realidad, nos hace poca o ninguna ilusión.
Y esto es así por ese agobiante cerco que nos imponen muchas de las circunstancias actuales, toleradas por casi todos y promovidas por no se sabe quién, pero que terminan por ignorar lo que pensamos y sentimos, hasta el punto de que también nosotros solemos olvidarnos de ello. Así que nuestras decisiones no las hacemos nosotros, no van de dentro afuera sino al revés, y son otros las que las toman. Es como si no fuéramos nadie, puesto que no nos hemos definido por nosotros mismos y no hemos sido auténticos. Vivimos, jugamos, sufrimos y gozamos, pero no sabemos con claridad quién es ese yo, supuestamente el nuestro, que vive, juega, sufre y goza.