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Conversos, por Pepe Alfaro

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El diccionario de la RAE es muy claro al definir la entrada “converso”. Estas son sus dos primeras acepciones:

1. adj. Dicho de una persona: Convertida a una religión distinta de la que tenía.
2. adj. Dicho de una persona: Que ha cambiado de ideología o de corriente.
Está claro que la persona “convertida” lo hace por una de estas dos razones: por conciencia (sin ganar nada a cambio) o por conveniencia (ganando mucho a cambio).

Esta tipología de conversos de conveniencia abunda en el tiempo preelectoral; pero, sobre todo, en el tiempo poselectoral, tal que ahora. Conversos que se apuntan al conocido dicho “donde digo digo no digo digo sino lo que digo es Diego”. Dicho que pertenece a la familia de quienes “cambian de chaqueta” o a quienes recurren al socorrido argumento del “quizás no me expresé bien o no se me entendió correctamente”, queriendo, de ese modo, tratarnos de ignorantes y, así, hacernos comulgar, con las tan consabidas como indigestas ruedas de molino, de que su conversión es fruto de una meditada, filantrópica y ética decisión.

Estos conversos de conveniencia suelen empezar desde abajo, con el ojo avizor al mínimo despiste, tratando de ocupar vacantes al estilo de “el que se fue a Sevilla, perdió su silla”. Y, luego, conocedores de las diversas variantes de mobiliario, aspiran al sillón, mejor cuanto más cómodo, a ser posible de piel, con amplios posabrazos y esbeltas orejeras, y que, una vez alcanzado, untan con loctite el lugar destinado a las posaderas, porque “Santa Rita, Santa Rita, lo que se da no se quita” y “de aquí no me sacan ni con hurón”.

La vida es circular, qué duda cabe, y del calostro se pasa al sudario en un plisplás, pues según aforismo de Hipócrates, aunque el arte es largo de aprender (ars longa) la vida es breve (vita brevis). Pero el converso, sabedor de la brevedad de la vida, evita el tedioso y laborioso proceso de aprendizaje del arte, gracias a la rauda conversión, proceso que apenas necesita un inmensurable nanosegundo.

Así que nadie se llame a engaño: la conversión del converso nada tiene que ver con ideologías equivocadas, evolutivas formas de pensar o como fruto de un ascético acto de contrición reconociendo sus anteriores pecados. No. El converso lo hace por las prebendas que la silla o el sillón conllevan, por lo que será suficiente con anular incómodos pensamientos y repetir a todas horas AMÉN, AMÉN, AMÉN, así hasta tres veces y con mayúsculas, formando de este modo parte del necesario rebaño borreguil que sus “amos” requieren.

Y, lo mejor del converso, es que, si no alcanza sus intereses, acumulará experiencia. De esta forma, si las cosas reconvertidas vienen mal dadas, apenas le costará divisar en el horizonte inmediato la posibilidad de una nueva y conveniente reconversión. AMÉN.