“Quien canta sus males espanta”, rezaba un viejo refrán ya en desuso, no porque no creamos en él, sino porque nos hemos olvidado de cantar. En mis lejanos años jóvenes no era extraño escuchar que alguien cantaba- generalmente mujeres en las entonces llamadas sus labores (¿), o algún hombre mientras se afeitaba- en las mañanas de cualquier calle del Casco Viejo. Eran canciones del momento, coplas conocidas, alguna jota, alguna letra de nuestro folklore, etc. Solían ser voces bien afinadas y con cierta pasión, que resonaban con hechizo en aquel entorno plagado de silencios.
Por las tardes, en los bares y en las cuatro tabernas de nuestra ciudad, era corriente que, de improviso, uno que formaba parte de la típica cuadrilla de chiquiteadores se arrancara porque si, porque en ese momento la emoción le podía, con una jota nuestra, mientras paladeaba un chiquito o mientras sostenía en la mano un cigarrillo recién encendido. Y hasta era muy posible que otro mozo de otra cuadrilla le hiciese un inesperado y acoplado dúo. En esos momentos se hacía un espeso silencio, las miradas de los presentes clavadas en los cantantes hasta que terminaban. Seguidamente, unos reconocidos aplausos, mientras alguno elevaba la voz y decía: “Olé tus c….” Y hasta se podía continuar con una canción navarra o con un corrido mejicano entonado a coro por todos los presentes.
“Quien canta sus males espanta”, rezaba un viejo refrán ya en desuso porque nos hemos olvidado de cantar
Hoy esas estampas han desaparecido. Incluso es posible que, de repetirse en algún establecimiento de ocio, no fuesen bien recibidas. Tampoco se escuchan cánticos por las estrechas calles del Casco Antiguo, a lo sumo alguna radio con elevado volumen, que suele resultar molesta. Ya nadie- o casi nadie- canta, y es que ya nadie- o casi nadie-tiene males que espantar, aunque los haya, y hasta se puede afirmar que abundan, pero de otro tipo: los de antaño tenían relación con la amenazante pobreza, mientras que los de ahora son morales o psíquicos, y estos pesan demasiado. Claro que, visto en clave optimista, puede que todo se deba a que ya no necesitamos cantar para aliviar nuestros pesares y tenemos otros métodos, aunque quizá no sean ni tan eficaces ni tan airosos.