Cada vez es mayor la inclinación a aislarnos más, y para eso contamos con esa familia de apararos técnicos que preside el móvil, al que además se le pueden cargar múltiples aplicaciones: para hacer pagos, coger billetes de viaje, contratar vacaciones, hacer compras y enviar mensajes, esos que llaman WhatsApp; y nos sentimos con un poder extraordinario porque, sin movernos del sitio, realizamos en un santiamén todas esas actividades. Pero no caemos en la cuenta de que las hacemos sin contactar con ninguna persona, sin experimentar la vida que fluye en los encuentros con vendedores y demás, ni sentir cómo respondemos nosotros, cómo saboreamos esos diálogos, cómo nos potencian porque aprendemos de ellos. Sin embargo, al no habernos hecho falta hablar con nadie ni estar con nadie, nos quedamos complacidos en nuestro aislamiento.
Claro que el hombre es un animal social por naturaleza, como desde Aristóteles se tiene por una máxima indudable, así que no se entiende muy bien que ese aislamiento nos parezca positivo. Menos mal que la vida sigue empeñada en que mantengamos la natural sociabilidad, y por eso se ha decantado en actividades que lo requieren, como son el mundo del trabajo, que normalmente se hace en equipo, el de la educación, donde el trato personal es necesario, el de la sanidad, en la que no caben no caben los contactos virtuales, el mundo del arte, el de la política y el de los actos religiosos, pues una misa o un entierro potencian las relaciones entre familiares y amigos, sin olvidar el mundo de la fiesta en general, como son las festividades patronales que no se entienden si no son vividas en grupo, o las que se basan en una antigua tradición, y por supuesto la misma Navidad, esencialmente proclive a buscar compañía y a disfrutar de ella.
“Menos mal que la vida sigue empeñada
en que mantengamos la natural sociabilidad”
Pero lo cierto es que, en cuanto encontramos un resquicio, aún en los mundos que acabo de citar, sacamos el móvil y nos quedamos absortos contemplando esa mágica pantalla por la que se suceden en tropel imágenes, fotos, vídeos, noticias y anuncios en una cantidad exorbitante, tanta que no nos deja tiempo para reflexionar sobre al menos una de ellas; sufrimos una especie de hipnosis que nos deja sumidos en una felicidad aparente y engañosa, contemplando aquel variopinto caleidoscopio que, en cierto modo, nos adormece. Y nos quedamos satisfechos, tranquilamente satisfechos, enfermizamente satisfechos, sin darnos cuenta de que estamos dejando pasar la vida sumidos en un aislamiento cada vez más peligroso.