El frío acecha y las calles empiezan a recobrar su brillo y color. Millones de luciérnagas reposan en la capital esperando poder brillar y otras miles se reparten entre toda la península. Las chimeneas escupen humo intentando reconquistar su terreno, pero su brillo es cada vez más fuerte, más intenso. El olor a turrón impregna la ciudad y ya se pueden escuchar los cantos en los felpudos de visitas inesperadas. Así le pasó a mi tío, cuando el día de navidad llamó a la puerta una sorpresa amarga, pero esa vez no hubo quien cantara. Por fin las luciérnagas cogen carrerilla y alzan al vuelo, iluminando completamente los suburbios, mientras caen como copos de nieve en las mesas llenas de comida, convertidas en velas. Empieza la fiesta de máscaras y se atiborra de comida quien quiere, quien puede y a quien su voz interna no le impone que no debe comer.
Perdemos los ojos para no ver nuestro reflejo después de Navidades y pasamos de hablarnos a conectarnos en la utopía de las redes y olvidarnos de la familia, como si de una tradición se tratase. Nadie habla, la tecnología nos quita la voz, y las luciérnagas se quedan sin audiencia en las frías calles. La comida se tira y el derroche de dinero es inmenso; como el de los pequeños insectos que cuestan cuatro millones de euros. Cuatro millones de euros que emiten el mínimo calor para evaporarse en la oscura noche y así olvidarse de ellos hasta el año que viene. Dinero que se convierte en nada, para ayudar a nadie. Los pequeños bichitos cumplieron su función el año pasado, pero quizá su dinero podría haber sido de ayuda para impedir coronar a mi tío con un pañuelo el día de Navidad.
No soy de pedir deseos, pero este año me gustaría volver a estar todos en la mesa.
Jagoba Aranbarri Ría, 1º Bachillerato A
Los deseos de un adulto
Esa noche, él salió a la calle envuelto en miles de costuras con el fin de no pasar demasiado frío. Supo que sería inútil en el momento en que sintió como su nariz comenzaba a teñirse de un tono carmín.
La noche se brindaba oscura. Pero nadie parecía darse cuenta, bajo el manto de luces de colores que cobijaba toda la ciudad. Sin embargo, bajo sus pies brillaba algo sin necesidad de electricidad. La capa de nieve resplandecía gracias a las luces anaranjadas de las farolas y, mientras caminaba, sus ojos apreciaban ese pequeño detalle.
Empujó la deslucida puerta de madera, justo antes de que esta accionara la pequeña campanita que las unía con una cuerda. Algunos de los presentes se percataron de su presencia, otros tantos, siguieron inmersos en sus cavilaciones.
Desprendió toda la nieve que pudo de sus botas sobre el felpudo de color verde botella y se movió entre la multitud con dejadez e inercia hasta la mesa de siempre. Poco después pidió lo mismo de siempre y, por último, escogió el mismo libro de siempre.
Abrió la solapa de color pardo y sus ojos tropezaron con la primera fecha. Casualmente hacía diecisiete años: “Para esta Nochebuena, me gustaría ser un adulto. Conducir mi propio coche, ser independiente, crecer y dibujar mi vida”. Sonrió con nostalgia antes de buscar una página en blanco y un lápiz en su abrigo.
Escribió la fecha actual en la esquina superior derecha y el lápiz se deslizó sobre la pálida hoja guiado por su mano. El carboncillo manchó la lámina con la siguiente frase: “Para esta Nochebuena, me gustaría volver a ser un niño”.
Valeria Grandez Iraizoz, 1º B Bachillerato
Un regalo por Navidad
Llegué y me senté en uno de los bancos frente a las vías. La estación estaba casi vacía; apenas algunas personas esperaban su tren. Todavía eran las 7:48 am. Mi tren de camino al trabajo no llegaba hasta las 8:00. En realidad mi trabajo no me apasionaba, todo lo contrario, simplemente de alguna manera tenía que pagar mis gastos. Y es que mudarme a Nueva York nada más terminar la universidad no había sido fácil; en el pueblo apenas había empleo relacionado con mis estudios, así que tuve que coger aquello que pude. Cerré los ojos mientras esperaba a que llegase mi tren.
Sonó el megáfono; mi transporte estaba aquí. Me levanté tan rápido como pude y subí al vagón.
Toda esa mañana la pasé de un lado al otro sin parar; y es que cuando trabajas en un McDonald’s en el centro de la ciudad la temporada de Navidad es la más ajetreada de todas.
Está siempre lleno de turistas que visitan la ciudad y sus decoraciones, o personas que se juntan en familia por estas fechas y salen a pasear. Después de estar todo el día trabajando sin descanso, pude volver a mi casa. Nada más llegar, agotada, me acosté directamente.
A la mañana siguiente, me desperté con la luz del amanecer que entraba por la ventana; ese día no tenía que trabajar. Después de desayunar y hacer las tareas de casa, al abrir mi portátil encontré un correo. Tras leerlo, no podía dar crédito; se me informaba que sobraba personal, por lo que habían tomado la decisión de prescindir de aquellos que menos tiempo llevasen contratados. Yo era una de esas personas. Era consciente de que esa situación era insostenible.
Si trabajando apenas me llegaba para pagar los gastos, parada sería aún más complicado.
Después de darle muchas vueltas a la cabeza, llamé a mi tía Betty. Era la única familia que me quedaba, pues mis padres habían fallecido en un accidente hacía unos años, cuando yo estaba en la universidad, y ella me acogió como a una hija, la hija que nunca tuvo. Ese mismo día, cogí un vuelo con dirección a Idaho. Allí residía ella, en un pequeño pueblo en medio de ese estado.
En esa época nieva abundantemente, haciendo la circulación muy complicada. Nada más llegar, me recibió con los brazos abiertos, como siempre. Estuvimos toda la tarde charlando y tomando un chocolate caliente frente a la chimenea. La casa de mi tía era mi propia casa, me hacía recordar momentos entrañables. Ella amaba la Navidad y tenía un gran gusto para la decoración; el árbol lleno de luces y todos los adornos navideños hacían el ambiente realmente agradable y acogedor. Para cuando nos dimos cuenta, ya era hora de acostarse. Mi tía me acompañó a la que era mi habitación. Muchas veces me sugería dejar la gran ciudad y mudarme a su casa haciéndole compañía. Con este recuerdo me acurruqué junto a la manta de motivos navideños y cerré los ojos.
No podía estar más tiempo sin trabajar, pero mi mente me llevaba al que era mi sueño desde muy pequeña, tener mi propia, tradicional y encantadora pastelería, a la que la gente del pueblo viniera a comprar pasteles y dulces típicos de estas fechas, y que en Navidad fuese un lugar entrañable donde pasar un rato en familia. A la mañana siguiente debía seguir buscando trabajo, por lo que me fui pronto a la cama para descansar mejor.
De repente, un fuerte estruendo me hizo pegar un brinco; mi tren había llegado a la estación.
Apenas pude abrir los ojos y mirar el reloj, cuando vi que marcaba las 8:00 am. Pero al coger mi bolso para subir al vagón tuve claro cuál era mi camino. La Navidad me acababa de proponer su mejor regalo. Si tomé la decisión de venir a Nueva York, nada me podía ahora impedir que luchase por mi sueño, eso sí, junto a la mejor compañía.
Leyre Guerra, 1ºE Bachillerato