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Ciudadanos y poetas, por Alfonso Verdoy

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El término “ciudadanos” se emplea hoy continuamente y casi siempre con un sentido local. Se dice ciudadanos de Tudela, de Sevilla, de Zaragoza, etc. Lo que pasa es que, desde hace bastante tiempo, este vocablo se empieza a utilizar con un sentido universal, y son bastantes las personas que les gusta denominarse “ciudadanos del mundo”. Se quiere huir de la patria propia, para alejarse de tantas guerras y conflictos que todos los países han provocado, por la ridícula razón de creerse mejores y con más derechos que los del país vecino. Actualmente Europa es un ejemplo de este sentimiento de universalidad por encima de las tradicionales fronteras, se exceptuamos al sr. Putin.

Claro que eso de sentirse ciudadano del mundo no es más que un concepto, fruto de un sencillo razonamiento: si todas las personas somos iguales por naturaleza, no tiene sentido marcar unas fronteras. Pero lo racional es siempre demasiado frío y hasta carente de la fuerza necesaria para llevarlo a cabo, en este caso para romper esos lazos ocultos que nos ligan amorosamente a la tierra que nos vio nacer, a nuestras tradiciones, a nuestros seres queridos; por consiguiente, tal denominación va acompañada en el fondo de una coletilla, quizá un tanto inconsciente: ciudadanos del mundo sí, nos decimos, pero en el fondo queremos seguir siendo también ciudadanos de Tudela, o de Cádiz, de La Coruña, etc., porque las raíces son difíciles de eliminar. Querer ser ciudadano del mundo es una idea, una muy buena idea, pero no nos da la fuerza suficiente para olvidar por completo el terruño donde vivimos la niñez.

Hay una dimensión que salta por encima de las fronteras y nos hace sentirnos unidos con las demás personas, sean de donde sean

Hay sin embargo una dimensión que salta por encima de las marcas fronterizas y nos hace sentirnos unidos con las demás personas, sean de donde sean, es decir, que nos hace sentirnos ciudadanos del mundo, con una cohesión intensa y afectiva. Cuando leemos un poema que nos embarga, o escuchamos una sinfonía, presenciamos un ballet, en definitiva, cuando experimentamos el fogonazo del arte, nos sentimos trasladados a un universo distinto, no sé si más real pero sí más verdadero porque nos llena de un sentido que la realidad no nos proporciona. Y en ese universo nos damos cuenta de que cabemos todos, es más, necesitamos a alguien para comunicarle nuestra emoción, sea quien sea, poque ya las separaciones han desaparecido. Y es que el arte es lo que más verdaderamente nos une, así que si somos capaces de mantener un talante más o menos poético, artístico en definitiva, seremos de verdad ciudadanos del mundo.