El ser humano, desde siempre, se sorprende ante lo que le ofrece la realidad. Y esta sorpresa la impulsa a querer saber qué es aquello que se le ha presentado, es decir, que siempre queremos saber, de lo que sea, principalmente de lo que ocupa el horizonte en el que la historia nos ha colocado.
Ese saber se decanta en libros, que son la memoria de la cultura, y pueden formar, aunque no siempre ni necesariamente, una biblioteca. Supongo que todas las personas tenemos una experiencia especial cuando entramos en la biblioteca de alguna institución importante, ¡qué emoción soterrada recorre todo nuestro ser al contemplar tanto libro! ¡Ahí está toda la vida y toda la historia!, nos decimos impresionados. Y si la biblioteca es la nuestra, la emoción es más o menos semejante, pero como es mucho más pequeña nos brota el deseo de aumentarla. Tener en casa la sabiduría de sus páginas es casi como tener el mundo, al menos una pequeña parte, y poseerlo.
Hoy los libros empiezan a perder interés, aunque espero que esta tendencia se detenga; hay quien dice que ya no son necesarias las bibliotecas, porque el móvil las empieza a sustituir. No vemos los lomos de los libros, ni el color de sus tapas, ni sentimos deslizar nuestros dedos por sus páginas, pero basta una voz nuestra para que otra voz desconocida nos explique el saber que en ese momento se nos ha hecho necesario.
Siempre queremos saber, de lo que sea, principalmente de lo que ocupa el horizonte en el que la historia nos ha colocado
Entonces creemos sentirnos más cerca del saber universal, porque los conocimientos ya no están en una habitación, fuera de nosotros, sino en nuestro bolsillo.
Pero hay una gran diferencia. Al ver un libro sabemos cuándo y dónde lo compramos, la impresión que nos produjo y las circunstancias que rodearon su lectura. Pero al escuchar lo que el móvil nos dice no lo emparentamos con nosotros, es algo que está ahí, pero que no es nuestro. No lo hemos elegido nosotros, sino que es como un paquete que alguien nos ha colgado sin que nosotros hayamos hecho nada para tenerlo.
Sin embargo, el libro es casi como un hijo, un hijo al que hemos buscado y le hemos dado nuestra admiración mientras que él se nos ha entregado por completo. Así que, de alguna manera, los libros los llevamos en el corazón, y el móvil solo en el bolsillo; aunque físicamente toque nuestra piel no es nuestro, y además lo podemos perder, o nos lo pueden quitar y desaparecer de nuestra vida, mientras que nuestro corazón ni lo perdemos ni nos lo pueden quitar mientras estemos vivos.