O el alfa y el omega, dicho en clásico. Todo principio y fin los podemos considerar referidos a muchas situaciones distintas, pero en este artículo, los voy a tratar en relación con el universo. Cuando se habla del Big-Bang, de aquella primera explosión hace miles de millones de años que dio origen a lo que hoy es el universo, a todos nos gustaría haber presenciado aquella grandiosa efervescencia de poderosa energía, sintetizada en millones de micropartículas que iban y venían sin orden ni concierto pero que, poco a poco, mediante la atracción y repulsión que ellas ejercían, se fue formando esto que hoy conocemos como la realidad, con sus diversos sistemas solares, sus agujeros negros, sus estrellas enanas, sus antimateria y sus galaxias y más galaxias envolviendo cada una a las precedentes. Y todo ese maremágnum rutilante de gigantescas chispas incandescentes, que consideramos más o menos como el fin, también nos gustaría visionarlo, daríamos cualquier cosa por tenerlo a la vista.
Pero presenciar el principio y el fin, equivale en el fondo, a dominar el tiempo, a estar en presencia de todo lo existente, y en definitiva a ser eternos. Nos consideramos en cierto modo frustrados porque ese principio y ese fin no podemos verlos, a lo sumo los medio entendemos gracias a las investigaciones de los grandes científicos, pero nada más. Es algo que imaginamos pero que no poseemos, y no lo poseemos porque no dominamos el tiempo sino que estamos sujetos a él, porque nos ha correspondido únicamente una minúscula porción de años que se acaban enseguida, y es que somos temporales, lo cual es un eufemismo para no querer decir que somos mortales.
Nos gustaría tener todo ante la vista, tanto el pasado como el presente y el futuro, dominar el tiempo
Y ahí está el quid de la cuestión, en que nos gustaría no ser mortales sino eternos, tener todo ante nuestros ojos, tanto el pasado como el presente y el futuro, ser dueños del tiempo y no sus esclavos, ser inmortales en definitiva. Unamuno, preso de esa ansia de inmortalidad, decía que ese anhelo es lo que nos llevaba a la religión, pues prometía una vida eterna. Es conocida la frase de tan genial escritor diciendo que fe no era creer lo que no vemos, como enseña el catecismo, sino crear lo que no vemos.
Nadie ha visto ni verá ese principio y ese fin, que siguen dando vueltas en nuestra imaginación, llenándonos de asombro en unos casos y de escepticismo en otros. ¡Ah, si pudiéramos verlos, qué maravilla!, nos decimos. Lo cual demuestra que llevamos inserto en nuestra naturaleza el deseo, y quizá el presentimiento, de alcanzar esa inmortalidad.