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Engaños, por Alfonso Verdoy

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Es normal que a lo largo de la vida todos suframos determinados engaños que los demás nos hacen, bien directamente o por mediación de ese montón de utensilios electrónicos, como son el móvil y las diferentes gamas de ordenadores.

Pero estos engaños no son los peores, porque los más dañinos son los autoengaños, esos que nos hacemos a nosotros mismos; y son los peores por dos razones: la primera, porque es muchas veces imposible darnos cuenta de nuestra autoría, mientras que en los engaños de los otros, tarde o temprano solemos descubrir a quienes nos engañaron. Y la segunda es que nosotros nos engañamos tan bien que justificamos lo que hacemos mediante una serie compleja de razonamientos que nos convencen, y la consecuencia suele ser que, en muchas ocasiones, se origine un grave desorden en nuestra vida con nefastos resultados. Se trata de la racionalización, uno de los mecanismos de defensa que Freud acuñó sabiamente, y que nos impiden ver la verdadera realidad.

Los más dañinos son los autoengaños, esos que nos hacemos a nosotros mismos y que no queremos reconocer

Los psicólogos señalan otros tipos de mecanismos. Suelen ocurrir al encontrar alguna dificultad que nos impide avanzar en la dirección propuesta. Lo que necesitamos en estos casos es cambiar esa realidad que se nos opone, y como esto suele ser las más de las veces imposible, lo que hacemos es cambiar la conciencia que nos formamos de esa situación; es cierto que lo hacemos de forma irreflexiva, sin darnos cuenta, pero cambiamos el juicio que en principio nos habíamos formado.

Lógicamente, en función de ese cambio, nuestra conciencia guía al cuerpo para realizar una conducta distinta. Valga como ejemplo la fábula de Samaniego en la que una zorra, incapaz de ascender hasta unas deliciosas uvas que se la habían apetecido porque las veía jugosas y frescas, cambia de opinión ante la imposibilidad de poseerlas, y afirma de pronto que no están maduras, por lo cual se aleja del lugar sin más.

Nos autoengañamos porque no queremos reconocer nuestra impotencia, pero si pensamos con detenimiento, terminaremos aceptándola, ya que somos seres limitados y finitos, y por ello a lo largo de la vida tendremos fracasos, pero también éxitos. La mejor defensa es aceptarnos tal como somos, celebrando los éxitos y asimilando los fracasos sin que nos desorienten. Así al menos estaremos de acuerdo con nosotros mismos, sin duda la mayor riqueza que podemos conseguir.