Aunque el tiempo libre nos guste mucho, suele escasear bastante, e incluso cuando lo podemos tener nos las ingeniamos para entregarnos a alguna actividad productiva que nos depare un beneficio, y si puede ser económico mejor. Ansiamos el tiempo libre pero en ocasiones sentimos una especie de culpabilidad si lo disfrutamos en demasía, como si no formase parte de la vida y no tuviéramos derecho a ello. Y es que, con esta despiadada crisis para unos y con el tráfago de los negocios para otros, vamos dejando cada vez menos espacio para esos ratos sin ninguna obligación que hacer, como si fueran un sueño imposible, porque lo principal – pensamos- es trabajar sin descanso para obtener una buena rentabilidad; ¿acaso hay algo más importante?
Claro que esto se puede ver también desde una óptica muy distinta. Aristóteles por ejemplo, el padre de la mejor ética, defendía que el fin de la educación no era únicamente formar para el negocio- como pensamos ahora- sino también y sobre todo prepararnos para el ocio, para disfrutar y saber qué hacer en los tiempos libres, puesto que es en ellos donde nos enriquecemos humanamente y donde aprendemos a entender a las personas, a nosotros mismos y a la vida en general.
La educación no sólo debe formar para el negocio sino también para el ocio
Sin embargo, los planes de educación de los países hacen demasiado hincapié en inculcar conocimientos para desarrollar con eficacia los distintos trabajos, de tal manera que se pueda poner en pie la maltrecha economía, y apenas se preocupan de educar para que, cuando el ocio haga acto de presencia, las personas se comporten racionalmente, sepan buscar y practicar aquellas actividades que les ennoblezcan, sepan aprovechar la extraordinaria luz de las artes, de las ciencias y de las ideas humanistas, lo cual redundará en una honesta convivencia con los demás, les hará crecer en humanidad y templará su espíritu, siendo más eficaces en sus tareas laborales.
Por el contrario, ahora estamos esperando el ocio para el desmadre, quizá el desorden, el exceso fuera de lo racional, el jaleo, la pérdida casi completa de la propia conciencia entre tanto estimulante como se nos ofrece. Actuando así, por muchos conocimientos que se hayan aprendido, es difícil que se apliquen con total eficacia, porque el espíritu anda demasiado desorientado, como si estuviera perdido. Y es que también y sobre todo somos espíritu, el cual nos puede – o no- dignificar en los tiempos libres, esos ratos para los que apenas hemos sido educados.