Isidro Laborda ordeñando y, al fondo, su esposa Milagros Peralta.
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[ihc-hide-content ihc_mb_type=»show» ihc_mb_who=»4,5,6,7,8,9″ ihc_mb_template=»2″ ]El tiempo pasa, el mundo evoluciona y algunos oficios, artes y tradiciones desaparecen para siempre de nuestras vidas. Este es el caso de los lecheros que vendían la leche de las vacas en sus domicilios particulares hasta finales de los años 80 y cada vez con menos frecuencia a principios de los 90. Era una escena diaria en nuestros pueblos, entre ellos Cortes.

1947 Mariano Uriel ordeñando

En la memoria de muchas personas permanecen intactas aquellas vivencias en las que, casi en cada calle del pueblo, había una explotación familiar de ganado vacuno. “Era un oficio muy esclavo porque tenían que ordeñar y vender la leche a diario, ya que entonces no había cámaras frigoríficas para guardarla, daba igual que fueran las fiestas de San Juan o las de San Miguel, no podían guardar ni un solo día de fiesta en todo el año”, destaca la cortesina Aurora Rodríguez, quien añade que “mi abuelo Coloma también tenía una vaca, vendía leche y hacía quesos con unas cesticas de mimbre que, por cierto, aún están en casa de mis abuelos”.
Buena relación
La relación entre los lecheros y sus clientes era muy estrecha y de confianza. “Recuerdo que, en torno a los años 50-60, mi madre le compraba la leche a mis vecinos José García y Victoria Roig, para ser más concreta “El Pío” y, cuando no había dinero, nos la fiaban y mi madre les pagaba cuando podía. Nunca olvidaré que, durante nueve días seguidos, tomábamos un vaso recién ordeñada porque tenía vitaminas, sin hervir ni pasteurizar… ¡y aquí sigo!. Son bonitos recuerdos y favores que no se olvidan”, cuenta desde Cataluña Paqui Sola Navarro.
Una circunstancia similar explica Lourdes Vicente Uriel. “Mi madre me cuenta que a casa de mi abuelo Mariano Uriel iban chicas y chicos pequeños a tomar la leche recién ordeñada, eran malos tiempos y había hambre y mi abuelo no les cobraba nada a las madres. En aquellos años el abuelo llevaba a las vacas a beber agua al lavadero y por el camino alguna vecina se quedaba sin toldo en la puerta porque algunas los mordían”, confiesa entre risas.
Los niños, protagonistas
Los niños eran muchas veces los encargados de ir a las casas de los lecheros para recoger este rico alimento con el que, además de desayunar, se podía disfrutar de un suculento chocolate, flan, natilla, yogur, arroz con leche, rendillas y un sinfín de productos de repostería. “No hacía falta que te dijeran qué cantidad de leche querían, con ver la lechera ya sabías de quien era y la leche que se quería llevar”, indica Ana Sancho Cerdán, cuyos padres también tenían una explotación vacuna.
“Mi madre me mandaba con una lechera a casa de la señora Milagros y el señor Isidro Laborda, que vivía en la calle Ruiz de Alda, era sobre finales de los años 70. Una vez recuerdo que se me cayó la leche por enredar, todo hay que decirlo, y me puse a llorar sin consuelo porque sabía lo que me esperaba en casa. La pobre mujer, Milagros, me volvió a llenar la lechera y me libró de una buena”, recuerda Juana Mª Aróstegui.
Una experiencia similar relata Isabel Ruberte Aranda. “Le comprábamos la leche a la señora Hortesia “La Soriana”, una muy buena mujer, y hasta allí acudía junto con mi amiga Mª José hasta que me puse a festejar con mi marido. La lechera se me cayó un millón de veces, y a mi amiga ni una sola vez, pero siempre le echaba la culpa a ella y así me quedaba tranquila ¡para eso era mi amiga!”, exclama con cierta picardía.
El reparto
Ana Rosa Sanz Jiménez recuerda hasta el más mínimo detalle de aquellos años. “En mi casa hemos comprado leche a la señora Milagros, que iba yo toda feliz con una lechera azul con tapa blanca,también a la Pilar “La Matachina”, para mi abuela, a Amable “El Lechero”, que repartía puerta a puerta, y tambien a Carmen, la madre de la Pilarica Pina, cuando tenían la tienda de comestibles”. Entre tanto, Mª Carmen Ruiz Mendoza apunta que “Mila Alcusón me ha dicho que empezó a repartir leche sobre 1968 junto a su madre. Era una cría y pasaban mucho frío en los meses de invierno”.
Uno de los consejos sanitarios de la época era hervir bien la leche, tal y como relata Ana Rosa. “La echábamos a la sopera, que llevaba un accesorio con un cono abierto en medio, para que no se saliese al hervir. Me encantaba ese momento, cuando se enfriaba, en el que cogía la nata que se hacía encima. La ponía en una rebanada de pan que comprábamos a Joaquín Blasco, le ponía bien de azúcar y daba buena cuenta de este manjar. Ahora mismo me la comería,¡que rica!, ¡qué tiempos aquellos!”, exclama con una gran nostalgia. Los calostros también formaban parte de los suculentos postres que se elaboraban en las casas y así lo pone de manifiesto Aurora Rivallo Santiago. “Me acuerdo que hacia los años 80 era mi marido quien iba a por la leche a casa de Hortensia y Domingo y nos daban los calostros que estaban exquisitos con azúcar”.
“Lo que más rabia daba era cuando se pegaba en el fondo y se salía del coceleches porque la cocinilla de leña se ensuciaba y mi madre se daba una paliza para limpiarla con esparto y arena, que era como se limpiaba antes”, añade Aurora Rodríguez. “El olor se extendía por todo el barrio”, apunta Mª Luz Guiral. “En aquellos años valía un litro de agua como un litro de leche”, añade en tono socarrón Andrés Sánchez Guerrero, quien matiza que “lo hacían para que no se agarrara en el coceleches”. En este sentido, Teresa Salillas Estela, hija de los ganaderos Felipe y Josefa, revela que a medidos de los años 70 el litro costaba en torno a las 15 pesetas.
Cada persona tiene su propia historia sobre aquellos tiempos que ya forma parte ineludible de sus vidas y de sus antepasados. “Todavía guardo la lechera de mi suegra de adorno en la bodega y me encanta mirarla. La tengo con mucho cariño por ser de quien es y por recordar esos momentos tan entrañables”, concluye Marian Sancho Cerdán.[/ihc-hide-content]