Durante el día tenemos muchas cosas que hacer, y generalmente las terminamos haciendo, como ir al trabajo principalmente, acudir al banco, llegarnos al hospital, al notario, al registro, etc. Y también tenemos otras obligaciones más de andar por casa, como acercarnos al supermercado, comprar un par de camisas, poner la lavadora, pasar la mopa, hablar con el presidente de nuestra comunidad para el tema de la escalera, etc.
Así que, con tantas ocupaciones, se nos pasan las horas con un estrés cada vez más preocupante. Luego ya, por la tarde noche, llega el tiempo de humanizarnos, de salir con las amistades a tomar un café y charlar de lo que se nos ocurra, o ver una película, ir al teatro o sentarnos ante la tele para ver un programa que nos gusta.
Se puede afirmar que, aunque vivimos en la naturaleza, no vivimos con la naturaleza, porque no la sentimos
Todo este conjunto nos impide hacer lo más natural, observar con detenimiento la naturaleza que es donde estamos, pudiendo afirmar por ello que, aunque vivimos en la naturaleza, no vivimos con la naturaleza porque no la sentimos. Eso de pararse a contemplar unas nubes de formas caprichosas, salir al monte un día para otear paisajes y horizontes casi mágicos, madrugar para ver salir el sol o presenciar un atardecer, son tareas para las que no tenemos tiempo, tampoco para detenernos por la noche y mirar las estrellas. Si alguna vez lo hacemos, es deprisa, urgidos por otra ocupación diferente, y nos decimos algo así como: “Sí, es bonito, pero no puedo perder el tiempo en esto”.
Pero nos equivocamos, porque sí deberíamos emplear tiempo en estas admiraciones. No digo que dejemos de hacer las diarias tares, pero sí que también debíamos detenernos de vez en cuando en una amplia avenida o en una plaza para admirar los cielos siempre cambiantes, o en las afueras de la ciudad para deleitarnos con el esplendor diurno de la naturaleza, o esperar la noche para ver la magia del cielo estrellado y el hechizo de la luna; son escasas las veces que lo hacemos, sin embargo, si una película nos muestra un plano de estas características, lo miramos ensimismados, siendo así que en la vida real no nos fijamos en esta escena tan natural. Si lo hiciéramos, recibiríamos ese mensaje que la naturaleza nos envía y nos llega hasta el fondo del alma, aunque no sepamos muy bien lo que nos dice ni lo podamos traducir a palabras, pero que pese a ello nos extasía. Y es que esa contemplación callada nos hace sentir nuestra minúscula pequeñez, se nos abren los ojos a la inmensidad, a la belleza suma, al misterio, al infinito sobrecogedor, al espíritu en definitiva, y eso es lo que más falta nos hace.