Todas las cosas tienen su tacto especial; no es lo mismo pasar la mano por un cristal que por la corteza de un árbol. También el aire tiene su tacto. Cuando nos trasladamos por unos días a una gran ciudad, nuestra sensación suele ser la de estar envueltos en una masa invisible que mancha la piel, además de que al respirar notamos un leve olor a extraña suciedad. La diferencia con respecto a nuestra estancia en un pueblo pequeño es notable. Apenas hay algo en el ambiente que nos ensucie ni huela. Claro que, si pones atención plena, notarás muchas veces que el aire no es tan limpio.
Pues bien, ahora que en nuestra ciudad se ha suprimido casi por completo el tráfico rodado, me parece a mí notar una pureza en el ambiente hace tiempo desaparecida. Personalmente, y no sé si por la nostalgia de tiempos lejanos, me ha recordado de pronto la sensación que teníamos de chavales, a eso de los diez o doce años, cuando una tarde cualquiera decidíamos ir al Corazón de Jesús, o al Cristo, o a los Pendientes de la Reina. ¿Y cómo he podido tener esas sensaciones?, muy sencillo, me gusta salir al balcón a tomar el sol de la tarde, envuelto en un silencio que ya habíamos olvidado. Ha sido en esos precisos instantes cuando he descubierto la semejanza entre el suave viento que me sopla en el rostro y el que respirábamos en aquellas correrías infantiles, aunque también puede que la imaginación me haya jugado una mala pasada.
Y de rebote, he pensado que los chicos y chicas de hoy van poco al Cristo o al Corazón de Jesús, y mucho menos a los Pendientes de la Reina. ¿Sabrán dónde están?, no es difícil, con tanto aparato y GPS a su disposición, encontrarán enseguida su imagen y tendrán a la vista igualmente las coordenadas de su situación.
En este aspecto, los chavales de hoy nos dan sopas con onda a los de mi época, pues a duras penas sabíamos situar los cuatro puntos cardinales sobre el terreno. Los de ahora manejan ya un espacio abstracto, geométrico, el espacio que el ser humano descubrió en su edad adulta, mientras nosotros nos movíamos en un espacio perceptivo, infantil, aquel que está ligado a la orientación que marca el sentido de la vista.
Claro que no es lo mismo saber las coordenadas de los Pendientes de la Reina que ir hasta allí, aspirar el suave aroma del tomillo, ascender hasta la cima bordeando los monumentales pendientes y respirar aquel aire todavía inmaculado, que entonces nos parecía lo más natural pero que hoy sabemos que de natural tiene ya muy poco.
Alfonso Verdoy