El individuo salió de viaje hacia el allende, dejando su patria borboteando en un hervidero de insultos preelectorales. Huérfano de redes sociales por aquello de que, fuera de la “civilización”, no hay acceso a Internet, no le quedó más remedio (¿o tal vez lo buscó?) que hablar con la gente sencilla del lugar. Aquello le supuso, amén de curarse de las crónicas cefaleas y pinzamientos de vértebras que padecía por causa del estrés, un regreso a aquella ya lejana época en la que la gente hablaba con naturalidad, se miraba a los ojos, sonreía y se ayudaba sin pedir nada a cambio.
Tiempos en que la patria no era una lucha por ver quién enarbola una bandera contra otra bandera, por ver quién miente más sin que se le caiga la cara de vergüenza, por ver quién sube más arriba por una escalera de cadáveres humanos, por ver quién insulta citius altius fortius.
La gente de aquel recóndito lugar era lo que antes se conocía como “gente normal” (que la hay, aunque haya quien no se lo crea). Gente infinitamente superior en Ética, Razonamiento, Generosidad y Educación a toda aquella caterva mediática de impresentables que había dejado a este lado del charco. Impresentables que, en público, se las daban de “mesías salvapatrias” y, en privado, se reían de la ingenuidad de los posibles votantes, fieles como corderillos de rebaño. Salvapatrias que, desde su sillón pegado al culo con loctite, lucubraban sobre los futuros beneficios que obtendrían “vía corrupción”, en la que eran expertos cum laude.
Un mal día, el viaje tocó a su fin. Atrás quedó aquella “gente normal” que hablaba con mesura, se ponía de acuerdo en un santiamén, dialogaba hasta el entendimiento y celebraba la vida, a pesar de las escaseces y de la ausencia de modernidades. A este lado del charco, el individuo se reencontró con lo que había dejado, aunque el nivel de insultos, mentiras y prevaricaciones había escalado desconocidas e impensables cotas. Con ello recobró, aunque con un puntito más de dolor, las cefaleas y los pinzamientos de columna.
Por si fuera poco, aquella primera noche, el individuo, tratando de evadirse de los problemas de la patria, tuvo una pesadilla aún peor: a Trump y a Putin les dio por pasar de las amenazas y bravuconerías de tahúres a pulsar el botón rojo de un maletín que (dicen) siempre llevaban consigo. La escabechina terráquea fue general, y los pocos supervivientes regresaron a las cavernas. Por suerte los que se salvaron estaban alejados del “primer mundo” y enseguida se pusieron de acuerdo para reconstruir un mundo más humano.
Fue un sueño con un final feliz y con un futuro esperanzador, pues aquellos supervivientes lo primero que hicieron fue ponerse de acuerdo para no utilizar jamás una bandera.