El Grupo de Teatro La Albarca de Cabanillas camina con paso firme hacia su medio siglo de vida y por él han pasado decenas de vecinos en estos casi 50 años. La comedia ha sido su seña de identidad, sin renunciar al drama, como es el caso de su última puesta en escena, La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, con la que consiguió un rotundo éxito en la pasada Semana Cultural.
“El nombre de “La Albarca” surgió de la idea de mantener un valor rústico a esta asociación y por eso nos basamos en un calzado típico del campo que se usaba antiguamente en Cabanillas”, explica su director Angel Arellano Rodríguez quien, con 15 años, entró en el colectivo y desde hace 26 es su director.
La historia de esta formación es tan rica como curiosa. “Transcurría la década de los sesenta cuando una familia de artistas ambulantes, decidió que ya era momento de quedarse y dejar de recorrer caminos. Tenían unos cuantos hijos, y esa vida se hacía cada vez más dura. Se llamaban Diego Calle y Tina López, y eligieron asentarse en Cabanillas”, explica Angel Arellano. “Diego puso una barbería, y en los tiempos libres que disponía, ejercía también de pintor. Tina se dedicaba al cuidado de los niños, pero por sus venas corría el “gusanillo” del teatro, y junto con su hermano Dámaso, consagrado actor profesional, el 9 de Diciembre de 1967, a beneficio de la obra de ejercicios espirituales, y ayudados por un grupo de jóvenes del pueblo, pusieron en escena la obra de Casona Los árboles mueren de pie”, recuerda.
Así comenzó a andar el grupo de teatro cabanillero. “Nosotros éramos aún pequeños para entrar en el cine Mariví y ver el teatro que se representaba cada año. Ahora, ya de la mano de Roberto Rodríguez. Con actores noveles como Rita, Fernando, Esther, Carmen, Foro etcétera. Por suerte, entramos a formar parte de “la orquesta” de Doña Carmen actuando al final de la obra. ¡Éramos los teloneros! Así que allí estábamos, con nuestros uniformes y nuestras pajaritas entre bambalinas, contemplando un mundo nuevo de historias y dramas, bien interpretados. Embelesados viendo a nuestros hermanos y conocidos convertidos por arte de magia en otras personas, era la magia del teatro”, relata.
Lo que en un principio era una apasionante afición pasó a convertirse en una forma de entender la vida para intentar estrenar cada año una obra de teatro. “No era fácil. Teníamos que salir cada noche de casa durante tres o cuatro meses con mucho frío, y los sitios que encontrábamos para los ensayos no eran los más cómodos. Recuerdo con añoranza que en el local teníamos una estufa de leña, por supuesto apagada, y era tal el frío que decidimos llevar de casa cada día un “zoquete” de leña para poder estar un poco más calentitos. Éramos tan pobres que al apuntador lo metíamos en una caja de cartón de frigorífico delante del escenario. Nuestro equipo de sonido era un viejo radio-cassete que manejaba desde donde podía nuestro párroco Don Juan Antonio Melero. ¡Y aún puedo oír los “gritos” de Roberto!. Lo veo subiéndose furioso al escenario interpretando la escena. ¡Con que facilidad lo hacía!. Y tú ahí intentándolo cien veces y no había manera. Subía él, y los demás callados, serios, expectantes. Era el director y lo hacía de maravilla.
Nos corregía, nos dejaba hacer, nos exigía, pero cuando el ensayo terminaba y salíamos todos juntos por la puerta a tomar el último café éramos algo que se había creado sin apenas darnos cuenta; ¡La familia de teatro!. El tiempo pasó, y Roberto nos dejó. Pero también nos dejó una gran herencia: el amor por el teatro”, concluye Angel Arellano Rodríguez, quien anima a los cabanilleros a experimentar la magia del teatro para que formen parte de esta gran familia que camina con entusiasmo hacia su medio siglo contando historias.