Inicio Opinión Miradas, por Alfonso Verdoy

Miradas, por Alfonso Verdoy

-- Publicidad --

Nos pasamos la vida mirando, dirigiendo la vista hacia esas circunstancias concretas que el mundo nos ofrece, hacia las personas e incluso a nosotros mismos. Pero no todas las miradas buscan lo mismo ni tampoco parten del mismo nivel, porque es evidente que tenemos capacidad de mirar, no ya desde perspectivas diferentes, sino sobre todo desde distintas profundidades, aunque no se entienda esto demasiado bien.
Por ejemplo, cuando nos miramos a nosotros mismos, no ya para ver nuestro aspecto físico sino para mirarnos en serio, para tratar de ver cómo somos de verdad y qué es lo que nos constituye, resulta que nuestra mirada se pierde porque nunca toca fondo, nunca llega hasta el suelo de nuestro ser, y ello se debe sin duda a que carecemos de ese suelo limitante, a que a pesar de que somos finitos esa mirada nuestra nos aboca a un infinito que nos pertenece, y experimentamos como un vértigo. En esa situación el tiempo se nos pasa en un suspiro, porque hemos abierto la puerta que nos asoma a un ámbito insondable y ante esa experiencia perdemos interés por todo lo demás.
Pero también miramos las cosas y las personas desde esa hondura nuestra que de cuando en cuando experimentamos, y entonces presentimos que esa hondura inescrutable le pertenece por igual a la persona mirada; consideramos entonces la riqueza ilimitada de su ser, y nos sentimos unidos a ella por un lazo invisible. Aunque también puede que la miremos para estudiar cómo hacer para manejarla o para poseerla en el terreno de la mera sexualidad, pero esta mirada es más bien cegadora, porque no nos descubre a la persona sino que nos la oculta, y ello es porque no la miramos desde nuestra propia profundidad, sino desde nuestra menguada superficie que sólo capta las mismas frivolidades que proyecta.
Casi lo mismo pasa respecto a las cosas; el que tiene alma de artista, aunque no ejerza como tal ni sea de ese modo reconocido, las mira desde su propia hondura y puede descubrir en ellas la misma profundidad inescrutable. Para conseguirlo no es necesario cumplir determinadas reglas ni tácticas aprendidas en largas sesiones de trabajo, basta simplemente con mirarse a sí mismo en serio; introducirse sin miedo en ese fondo desde el que existimos, y mirar desde él al mundo; descubriremos entonces que cada cosa y cada persona son un misterio que nunca se acaba, igual que nosotros mismos, y que eso es una verdad distinta y superior a la que nos muestran los sentidos.