Solemos pensar que la soledad es la mayoría de las veces negativa, y que lo que necesitamos es la comunicación abierta y hasta multitudinaria. Lo enriquecedor es el contacto humano, la sociabilidad por encima de todo, huyendo como del diablo de esa soledad que nos atrae con el señuelo del descanso y del relax; nada de eso, porque lo que necesitamos es el ruido de las comunicaciones, su variedad y su abundancia.
Pero siendo esto verdad no es toda la verdad ni la auténtica verdad, por varias razones. En primer lugar, porque esa variedad múltiple y abundante de comunicaciones puede tener el efecto contrario, porque puede llevar implícito la incapacidad de hacerse cargo de tantos comunicados y hasta es posible que produzca una peligrosa desorientación, que no ayuda a tener claridad de criterio y a tomar decisiones correctas. Y en segundo lugar, porque ese estar rodeado de manera continua por lo exterior tiene como consecuencia, muchas veces, la falta de reflexión. Y es evidente que la reflexión exige silencio y soledad.
Casi todos hemos requerido de un rato de reflexión solitaria para tratar de solucionar un determinado problema
Muchas personas del mundo de los negocios suelen decir, ante la exigencia de variar el rumbo de su conducta comercial, que prefieren consultarlo con sus amigos y socios, pero todos terminan afirmando, previamente, que quieren consultarlo con la almohada. Y la consulta con la almohada se hace por supuesto a oscuras, de noche y en silencio. Saben por experiencia que ese espacio silencioso es un método seguro para resolver la cuestión.
Dejando aparte el mundo de los negocios, creo que muchas personas hemos requerido de un rato breve, largo o muy largo de reflexión solitaria para tratar de solucionar un determinado problema. También numerosos pensadores tienen la misma teoría. Xavier Zubiri, entre otros, afirmaba que la verdadera soledad no era estar encerrado en sí mismo, sino estar abierto a las cosas y a las personas, porque en esa soledad era cuando mejor se nos revelaban. Tenemos que rumiar a solas y en silencio sobre ellas, por eso decimos cuando nos surge una dificultad la socorrida frase de que “lo tengo que pensar”.