Las velas ya estaban encendidas, cuerpos en llamas que destellaban luz, bailaban ante mis ojos y me hipnotizaban durante varios minutos. Al rededor de la mesa, iluminada por estas, el alboroto y desorden tomaba sitio. Todos acababan de llegar, eufóricos por reunirse de nuevo, se abrazaban mientras se ponían al día de todo lo que habían vivido después de la última Navidad. Mi familia siempre había estado separada por la distancia, y aunque hacíamos hasta lo imposible para vernos, nunca lográbamos ponernos de acuerdo. Dos días anuales nunca habían sido suficientes para compensar todo un año dispersos por distintas zonas del país, pero esta vez era aún más especial, llevábamos sin reunirnos dos años consecutivos. Después de tanto tiempo, todos habían crecido; Mis primos, ya con voz grave, superaban en altura a los abuelos, aunque ellos la disminuían conforme pasaba el tiempo.
Ya con los fogones apagados, todos los invitados se sentaron en sus respectivos asientos, mientras, los entrantes se hacían un hueco entre la cubertería más reluciente, las copas de champán y los platos, aquellos de las ocasiones especiales. A punto de dar la primera cucharada a la sopa, me percaté de que estas navidades había un nuevo comensal entre nosotros. Este ni comió el mejor de los corderos asados, tampoco bebió y mucho menos dio conversación durante toda la comida, de hecho, todo lo contrario, impedía que todos disfrutasen el tiempo en familia que tanto habían anhelado. Era capaz de capturar momentos para toda la eternidad, aunque sin ninguna maldad, acababa alejando a todos de la realidad. Así, sin esperarlo, las largas partidas de bingo, en las que los más pequeños cantaban las bolas y los mayores jugaban sus cartones, se convirtieron en silencios interminables, con la cabeza agachada y casi todos aferrados a este nuevo comensal, menos los abuelos. Ellos aún guardaban la pequeña esperanza de que todo volviese a la normalidad, de que todos dejásemos a un lado al dichoso invitado, que sin darnos cuenta, ya se había hecho un elemento más de nuestra sociedad.
Al despegar la mirada de el, ya habían pasado 4 horas, la sopa inacabada, fría. Al cordero aún le quedaba mucha carne alrededor de sus huesos, y el abuelo había abandonado su asiento. El comedor entero permanecía en silencio, hasta que los escalones de madera de la vieja escalera comenzaron a crujir hasta descubrir una decena de juegos de mesa entre los brazos de mi abuelo. Por fin la familia entera abrió los ojos, y el comensal abandonó el comedor.
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