De entre los siete pecados capitales (a saber, lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia) en estos momentos históricos hay uno que se lleva la palma: la avaricia. Hasta el punto de que se puede afirmar que la avaricia mueve los hilos del mundo. Es un axioma el que los vicios, como las drogas, no conocen límites. Y quienes los poseen llegan a las sobredosis más extremas, de modo que sólo viven para alimentar esos vicios que cada vez exigen más, porque no conocen límites. Hace unos años, un político corrupto, “semiarrepentido”, al conseguir cada vez más dinero, debido a la corrupción que le permitía su posición política, se autodefinió como un “yonki del dinero”, pues cada vez deseaba más dinero, como una acuciante necesidad para vivir.
Es así como la avaricia se ha convertido en la gran dictadora que controla no pocas economías. El resultado es que, cada vez más, en la mayoría de las sociedades, se aumentan las diferencias entre ricos y pobres. Y, así, podemos comprobar que los ricos cada vez son más ricos y, en consecuencia, los pobres son cada vez más pobres. Un tema que se acrecienta cuando hay alguna crisis de por medio. Por lo que dichas crisis se suceden artificialmente sin cesar, en forma de pandemias o de guerras, que hacen encarecer, también artificialmente, los bienes de las necesidades más básicas, como son los alimentos y las energías, que es lo que estamos viviendo en estos crítico smomentos.
Basta con ver las desorbitadas ganancias que la Banca y las empresas energéticas acaban de publicar. Y que, no contentos con duplicar, e incluso triplicar, dichas ganancias, amenazan con llevarse las empresas a otros países si tienen que tributar por tales excesos. Por supuesto, lo hacen por patriotismo. De hecho, la Banca, que recibió más de sesenta mil millones de euros del Estado, y que no los ha devuelto, ha batido todos los récords de ganancias conocidos. Y lo ha conseguido encareciendo sin cesar los créditos a los consumidores, que son los que pagan todas las crisis. Y, mientras sube la inflación por la subida de los precios, estos patriotas ponen pegas para subir los sueldos básicos de los trabajadores más necesitados.
Y es que, claro, la avaricia es la antítesis de la solidaridad. A pesar de todo, es una ley no escrita que todo exceso tiene su final. Porque también se puede morir de éxito. No sería la primera vez que esto sucede a lo largo de la Historia. Habría que recordar el sabio refranero que ya lo avisa: “la avaricia rompe el saco”. Ojalá lo veamos pronto y el contenido de ese saco se reparta con solidaridad entre quienes más lo necesitan.