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Los clásicos nunca mueren

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(En Memoria de Daniel Carín)

Nuestras madres eran amigas desde hacía muchos años, pero eso nosotros no lo sabíamos cuando empezamos a hablar, en aquellos ochentas jesuíticos.

Resolvíamos asuntos de gran importancia pateando pasillos, rodeados de orlas o apoyados en aquella baranda señorial que dominaba la escalera del Colegio.

Quería ser como tú, competente pero sencillo. Alucinaba con el famoso Agrimensor Catódico de rayos Mangarrufos que tenías colgado en el pasillo. Al volver a casa, le pedía a mi madre que me hiciera un jersey como aquellos que llevabas.

Poco a poco fuimos formando uno de los embriones de lo que después acabó siendo nuestra cuadrilla de siempre.

Salimos fuera a estudiar, uno a Salamanca y el otro a Zaragoza. Los veranos de los años universitarios no los voy a olvidar nunca. Los Cuentos Completos de Ignacio Aldecoa en dos tomos de Alianza Editorial, cosa fina, y otras lecturas; las marchas ciclistas por la Vía Romana a eso de las siete, después de bien merendar; las cañas en la terraza del Tazón….y las anécdotas de tu trabajo como escayolista.

A los veinticinco fundamos los amigos en Caldereros el famosísimo Cuarto del Siglo, espejo de otros que se crearon después y envidia de cuadrillas desorientadas. En aquel local se creó el célebre Club de Lectura de “El Jueves”, institución cultural pionera en la Ribera, y se nombró hijo predilecto al sin par Evaristo, criatura que, como todo el mundo sabe, jamás dijo nada que fuese verdad.

¿Quién olvidará sin arrepentirse las divertidas veladas en Villa Cañizos y las tronchantes visitas guiadas al abrigo del huerto del Señor Bombo?

¿Qué mente despistada tendrá la osadía de perder todo recuerdo de las hazañas automovilísticas del Mini y del Tronco Móvil?

La última vez que nos encontramos, sólo hablamos dos minutos junto a la puerta de Ribotas. Yo tenía mucha prisa por llegar a un sitio en el que ya no me necesitaban.
Ya se van jodiendo las vacaciones, Carín, y este otoño va a ser muy triste.
No sé cuándo saldremos de este oscuro zaquizamí.

Ángel Bernardo Galindo